
El Secreto Del Viento - Deja Vù
Apagó el teléfono móvil y se paró unos minutos para aclararse las ideas.
–Pero… ¿dónde estás, papá? ¿Por qué has dicho a mamá que ibas a Lione por la muestra?
En un santiamén le vino a la mente la única respuesta plausible que en aquel instante supo darse:
–¡Tienes una amante! Lione es sólo una excusa. Como hacía Giorgio conmigo, ¡antes de que descubriese todo entre él y Patrizia!
Se quedó consternada. Se sintió sin fuerzas y, con la cabeza baja, tomó el callejón de los trece escalones blancos para bajar con la escalera mecánica hasta el gran ascensor. Se había hecho demasiado tarde y ella estaba demasiado cansada para recorrer toda aquella calle a pie. Bajó con cuidado los escalones relucientes y todavía resbaladizos debido a la humedad nocturna. El silencio total que había alrededor casi metía miedo. La iluminación de la calle de abajo ya se vislumbraba, desentonaba con la oscuridad del callejón y Francesca se sintió aliviada al ver aquellas farolas encendidas. Estaba a punto de entrar en las escaleras mecánicas cuando una sombra se paró delante de ella. En ese momento Francesca pensó que se trataba de Daniele y contuvo un grito pero un momento después se sintió aferrar por los brazos mientras una mano grande y áspera le presionaba la boca. Intentó chillar con todas sus fuerzas pero no consiguió más que un débil gemido, apenas perceptible.
El hombre la lanzó con fuerza contra el muro y Francesca, durante unos segundos, sintió que le faltaban las fuerzas.
–¡Escúchame bien. Mírame! –la voz era tenue e imperiosa.
Francesca levantó desesperada el rostro hacia el agresor y observó que un pasamontañas oscuro le cubría los rasgos de la cara. Un fuerte y desagradable olor a alcohol aleteaba alrededor del hombre cuando volvió a hablar, la muchacha tuvo que girar la cabeza hacia otro sitio para no vomitar.
–Tú ya no existes, ¿por qué has vuelto?
De repente, una silueta alta apareció a la espalda del agresor y lo golpeó en la nuca. El hombre se desplomó en el suelo sin un quejido, dejando libre a Francesca que, sin volverse, corrió hacia la rampa móvil, saltando los escalones para ir más deprisa y se lanzó dentro del ascensor. Pulsó repetidamente el botón y la cabina comenzó a bajar. Nunca como en aquel momento Francesca deseó que la llevara lejos. Se volvió y se dio cuenta de que el agresor se estaba recuperando mientras que del otro hombre no se veía ni rastro.
En cuanto el ascensor abrió las puertas Francesca se escabulló fuera temblorosa y volvió a correr. Espesas nubes de aliento caliente le salían de los labios. La boca seca aspiraba el aire gélido de la noche. Unos pocos cientos de metros y llegaría a casa, continuó avanzando manteniendo la mirada vigilante a sus espaldas. Tropezó dos veces y cayó al suelo arañándose las palmas de las manos sobre el áspero asfalto, pero se levantó rápidamente sin ni siquiera sentir dolor.
–¡Francesca! ¡Francesca! –la estaba llamando una voz conocida en el silencio de la noche.
Sin pararse dirigió los ojos en aquella dirección y vio a Daniele que salía del aparcamiento. El muchacho, a pesar de la oscuridad, comprendió que algo no iba bien y la alcanzó corriendo.
–¿Francesca, qué ha sucedido?
Pero la muchacha no consiguió responderle. Daniele la cogió de la mano y la llevó bajo la luz de la farola más cercana. Observó que tenía la mirada aterrada, el rostro empapado de lágrimas y el cuerpo sacudido por temblores. Comprendió que estaba conmocionada.
Le ciñó la cintura con el brazo y juntos desaparecieron en la calle corriendo hacia la casa de Daniele.
La hizo entrar y, mientras seguía sujetándola, la hizo sentarse en el sofá enfrente de la chimenea. Añadió leña y en pocos segundos la habitación estuvo caldeada. Se sentó a su lado y se dio cuenta de que, en silencio, seguía llorando. Cogió un pañuelo de papel y con delicadeza le acarició el rostro para secarle la cara.
–¿Qué ha sucedido? ¿Me lo puedes decir?
Francesca hizo un gesto afirmativo y, a veces hablando, a veces balbuceando, le puso al corriente de lo que le había sucedido.
–¿Te ha hecho daño?
Francesca se apresuró a mover la cabeza y con un hilo de voz añadió:
–Quizás me lo habría hecho sino hubiese llegado el otro hombre a salvarme.
–¿Aquel otro hombre?
–Sí, salió de la nada y le golpeó. Estaba oscuro. Sólo vi que era alto.
–Debemos avisar a los carabinieri. Tengo un amigo en el cuartel, ahora le llamo y veamos si puede venir aquí. ¿De acuerdo?
Francesca asintió y se arrebujó en la manta que Daniele le había puesto sobre los hombros.
Eran las dos de la madrugada cuando Luca, el carabiniere amigo de Daniele, dejó la casa, después de haber tomado testimonio a la muchacha. Le aconsejó que permaneciese con Daniele y que volviese a su apartamento a la mañana siguiente pero siempre acompañada por el joven.
–¿Estás mejor? –le preguntó dándole una taza de manzanilla.
–Sí, gracias por tu ayuda.
–Puedes dormir en la habitación de mi hermana. Ella no está, estudia fuera, en la Universidad.
Francesca aceptó enseguida.
CAPÍTULO V
Eran casi las ocho cuando los dos jóvenes salieron de casa. La muchacha, pálida, caminaba a su lado en silencio, con la cabeza baja y la mirada fija en el suelo. Estaban a unos cien metros de casa de Francesca, cuando su atención fue atraída por la luz azul destellante de un coche patrulla, parado justo en la calle. Ambos se miraron con aire interrogativo y luego, corriendo, llegaron al pequeño apartamento. La puerta estaba abierta y el espectáculo que se ofreció ante sus ojos no fue realmente bonito. Todos los muebles habían sido tirados al suelo, las ventanas rotas, los cajones tirados aquí y allá y su contenido esparcido por todas partes.
–Acabo de entrar, la puerta estaba abierta y los vecinos han escuchado unos ruidos esta mañana alrededor de las 7:30. Pero cuando he llegado ya se habían ido –explicó Luca, el amigo carabiniere de Daniele.
–¿En casa tenías joyas, dinero o tarjetas de crédito? –le preguntó mientras se preparaba para escribir la declaración.
Francesca movió la cabeza y añadió:
–La de crédito y la tarjeta de débito las tengo en el bolso. La única joya que tengo la llevo al cuello.
–¿Así que toda este desastre no ha sido para robar? –preguntó sorprendido Daniele.
El carabiniere lo miró intensamente a los ojos y respondió:
–No, no lo creo. Quien ha hecho todo esto buscaba otra cosa. ¿Pero qué cosa? Tú, Francesca ¿tienes idea de lo que podía ser?
Francesca, con el aire taciturno, movió la cabeza desolada. Lentamente se movió unos pasos para recoger los vestidos y la ropa interior tirada por el suelo. Los volvió a poner ordenados sobre los apoyabrazos del sofá. Luca, mientras tanto, hablaba en voz baja con Daniele y de vez en cuando señalaba con la mirada el cuarto de baño. A Francesca no se le escapó este detalle y abrió la puerta. Luca no tuvo tiempo para impedírselo y un grito acompañó su descubrimiento. Sobre el gran espejo había una frase escrita con pintalabios rojo: ¡Muere!
Luca y Daniele fueron junto a ella. También Daniele leyó aquella frase intimidatoria y luego volvieron a mirarse desconcertados.
–¿Pero por qué te la tienen jurada? –dejó escapar Daniele.
–¡Ojalá lo supiese! –respondió Francesca con desesperación.
También a Giusy le informaron sobre lo que le había ocurrido a Francesca y tanto había insistido que consiguió que la muchacha se mudase a su casa, justo encima del bar. Luca le había dado a entender con claridad a Francesca que no debía volver a vivir en aquella casa, sobre todo sola, al menos hasta que el misterio se aclarase.
–¿No sería mejor en mi casa? Dos mujeres solas… –se arriesgó a decir Daniele.
–La casa de Giusy está en la plaza, un lugar muy céntrico, me deja bastante tranquilo y además mandaré todas las noches un coche patrulla para hacer un reconocimiento.
–Quizás nos estamos preocupando demasiado, quizás es sólo una coincidencia –intentó desdramatizar Daniele.
Luca le lanzó una mirada bastante elocuente y el chico se sintió obligado a justificarse:
–Bueno, lo decía, por decir…
El teléfono móvil de Francesca sonó dentro del bolso, lo localizó en el bolsillo central y respondió a la llamada que provenía del padre. Estuvo tentada de contarle lo que había ocurrido pero luego se lo pensó mejor. No quería preocuparle todavía más y sobre todo no quería que la obligase a volver a Como. Para hablar más libremente salió a la plaza y se mezcló con las personas que iban y venían con la prisa mañanera.
–¿Y bien, ya lo has pensado? ¿Vuelves a Como?
–Todavía no, papá, ¡ten paciencia, por favor! –respondió Francesca con un bufido.
De repente las campanas comenzaron a tocar los repiques de las nueve y Francesca se sobresaltó debido a aquel ruido ensordecedor. Ya no conseguía escuchar la voz de su padre y se dio cuenta de que la línea se había caído. Esperó que las campanas parasen y estaba a punto de marcar el número cuando el teléfono móvil sonó otra vez.
–Francesca, ¿me oyes?
–Ahora sí… ¿Pero tú realmente estás en Lione para la muestra, papá?
–Pues claro, cariño. ¿Dónde quieres que esté? Debía hablar primero con unos revendedores de la zona antes de la muestra y por eso decidí pararme aquí unos días.
–¿Te hospedas donde Claude?
–No, he preferido una pequeña casa rural fuera de la ciudad. Hay más calma.
Siguieron las despedidas y luego la llamada terminó.
–¡Espero por mamá que esta sea la verdad y que tú no tengas una amante! –deseó Francesca pensativa. Se paró unos segundos antes de volver a entrar en el bar. Totalmente inmóvil observó a la gente de la plaza.
–A lo mejor… quizás… justo entre estas personas está incluso mi agresor. Y yo no sé quién es ni porqué me odia tanto.
Suspiró y se movió para reunirse con los otros. Pasó delante de la fuente bañada por el sol y la encontró esplendorosa, a pesar del tétrico hierro forjado. Estaba a punto de empujar la puerta para entrar en el bar, cuando advirtió una mirada sobre ella. Se volvió de repente y empezó a retroceder. El viento le silbó en los oídos, le pareció un susurro.
–¿Francesca, qué pasa? ¿Has visto algo? –la voz de Giusy, que se había asomado, la sobresaltó.
La muchacha se apresuró a responder:
–No, nada… Sólo una sensación de que alguien me estaba espiando –y volvió al interior del bar.
Mientras tanto, un hombre que estaba recorriendo la plaza, lanzó desde lejos una mirada furtiva al interior del bar y, a grandes pasos, desapareció en la penumbra del callejón.
En cuanto Luca y Daniele se fueron, Giusy no perdió el tiempo, giró sobre la puerta de cristal el cartel amarillo con la palabra cerrado, apagó la luz azul y, cogiendo a Francesca por un brazo, la arrastró detrás de ella por las escaleras.
–¿Pero por qué cierras? ¿Y los clientes? –preguntó la muchacha.
–Ven conmigo arriba, debo hablarte –sentenció la mujer con un tono tan seco que no admitía réplica.
Francesca siguió a la propietaria del bar al apartamento y ya, mientras subía las escaleras, un aroma insólito llegó hasta sus narices y en cuanto entró quedó impresionada por la insólita luz naranja del ambiente. Las paredes parecían estar pintadas con espátula, de un color salmón intenso que, con la luz del día que entraba desde las dos ventanas, ofrecía una atmósfera de jubilosa serenidad. Sobre el gran mueble, en el centro de la pared, había un frasco de cristal que mantenía enhiesto un delgado bastoncillo de incienso con la punta en ascuas de color rojo que lentamente se estaba consumiendo. El sutil hilo de humo envolvía la estancia con notas ambarinas. Sobre las estanterías de cristal que recorrían las hornacinas de la sala habían sido colocadas una gran cantidad de lechuzas. Francesca se acercó para mirarlas mejor y se dio cuenta de que eran realmente muchas, de formas distintas, colores y materiales. La impresionó una, de madera. Resaltaba por las dimensiones y los colores encendidos rojo y verde.
–Es mi preferida. Vino de Perú. Me la trajo mi marido después de un viaje de negocios.
Francesca le pasó un dedo por encima para tocarle los pequeños surcos esculpidos de los que salían las formas del animal.
–¿Por qué las lechuzas? –preguntó curiosa la muchacha.
–Son el símbolo de la sabiduría, de ella hablaba el filósofo alemán Hegel, la llamaba la lechuza de Minerva –explicó Giusy demostrando ser muy entendida en la materia.
Francesca sonrió y cándidamente admitió:
–Nunca he estudiado Filosofía… De todos modos, tus sabias lechuzas son muy bonitas. Cuando vuelva a Como te haré una de plata. Veo que todavía no la tienes.
Giusy abrió un cajón del mueble y cogió un mazo de cartas. Luego invitó a la muchacha a sentarse delante de ella y le dijo en tono grave:
–Creo que pasará algo de tiempo antes de que tú puedas volver a Como. Hay cosas que debes resolver… aquí.
Francesca sintió que el corazón le palpitaba y, enmudecida por tanta sinceridad, se sentó sin quitar los ojos del mazo de cartas.
–No pienses que soy una charlatana. No lo hago por dinero –dijo sonriendo.
Giusy le habló de ella misma, de sus orígenes búlgaros, le reveló la capacidad de saber leer las cartas del tarot, transmitida de generación en generación.
–Todas las mujeres de mi familia saben utilizarlo. Por desgracia esta particularidad mía se parará conmigo. Yo he tenido un hijo y ¡te aseguro que no tiene magia ni en la punta del dedo meñique! –le explicó Giusy quitando la goma elástica que mantenía unidas las cartas. –¿Conoces las cartas del tarot? –le preguntó mostrándole aquellas cartas, grandes, con los bordes deshechos y la superficie brillante.
Francesca movió la cabeza.
–No pasa nada, de todas formas las mías son distintas de todos los otros que hay a la venta. Este mazo es muy antiguo. Tiene más de cien años.
Francesca se estrujó las manos sobre el regazo y admitió:
–¡Tengo miedo!
–No debes tenerlo. Las cartas te guiarán en lo que deberás hacer. Serán una ayuda para el misterio que hay dentro de ti –respondió la mujer continuando a mezclarlas ruidosamente.
A la muchacha le dieron escalofríos en cuanto Giusy extrajo del mazo una carta que representaba una mujer rubia. Luego extrajo otra y la puso al lado de la anterior. Francesca se horrorizó ante la vista del esqueleto que aparecía sobre el tarot. Rápidamente, Giusy, con gestos hábiles y decididos, añadió otra y otra más, hasta formar una especie de cruz.
–¿Y bien, estás preparada para escuchar? –le preguntó fijando sus ojos en los de Francesca.
Ella hizo un gesto de asentimiento pero por dentro estaba nerviosa.
Giusy le mostró la carta de la mujer rubia y comenzó a hablar:
–Ésta eres tú… Has venido desde muy lejos y te has refugiado aquí para huir de un gran dolor.
Se interrumpió un momento e hizo escoger a Francesca otra carta del interior del mazo que quedaba. Se la dio a Giusy, que continuó:
–Un hombre mucho mayor que tú, rico y fascinante. Has sido feliz con él. Pero tiene muchos secretos en el corazón y no los ha compartido contigo. Un hombre poco serio, para él sólo cuentan el sexo y la pasión. Ahora está lejos, en el extranjero y vive con otra mujer.
Francesca no consiguió contener las lágrimas.
–No llores por un tipo así, no vale la pena. Con tantas mujeres rodeándole, es mejor no tenerlo al lado.
Francesca le dirigió una mirada interrogativa a la que Giusy no hizo caso. A ella le interesaba afrontar otra cuestión.
Cogió otra carta del tarot y le explicó lo que tenía que ver con su familia:
–Una familia muy hermosa, la tuya, muy unida. Tienes dos hermanos mayores que tú. Eres muy querida. Tienes una conexión muy fuerte con tu padre, eres la hija preferida, con ninguno de tus hermanos tiene una conexión tan fuerte. Te recuerda con mucho afecto y está a tu lado de corazón… Hay otra persona que ha sido importante para ti, que te ha querido mucho.
Francesca frunció el ceño y respondió a las palabras de la mujer:
–¿Quieres decir que ahora ya no está?
–No, ya no está… Una joven mujer rubia. ¿Quizás una tía? Una prima...
–Pero si ya no está… ¿está muerta?
–Las cartas no me dicen nada más de ella, imagino que sí.
Francesca se pasó una mano por la frente como para apartar aquel repentino recuerdo que había vuelto a torturarla:
–La fuente… Aquel día en la fuente, en el viento… el dejavù… conmigo había una mujer rubia girada de espaldas… Quizás...
–Quizás era ella –concluyó Giusy.
La mujer se paró y, dándose cuenta de que la chica estaba bastante desconcertada, le preguntó si quería saber más. Francesca contestó enseguida que sí.
–Esto era tu pasado, ahora veamos lo que te espera –volvió a hablar la mujer.
Francesca seguía con la mirada los dedos de la mujer que señalaron decididos hacia el esqueleto. Sus ojos se abrieron de par en par cuando la robusta mano de Giusy levantó la carta. La mujer rió y se apresuró a tranquilizarla:
–¡No quiere decir que morirás! ¡No! ¡Al contrario! La muerte significa que tendrá lugar un profundo cambio en ti… Una nueva vida te espera y también un nuevo amor. Un hombre nuevo, con fuertes sentimientos, un hombre de verdad que te enamorará.
–Imposible –dijo cortándola Francesca. –No me enamoraré más.
–Ya veremos, ya veremos, señorita…
Le entregó de nuevo el mazo de cartas, la muchacha escogió otro naipe y, después de haberla observado, se la entregó a Giusy que la puso junto con las otras tres.
–Esta carta junto con las otras nos dice que has venido al sitio adecuado. Tú no has elegido venir aquí, el destino te ha traído, porque aquí hay una parte de ti que no conoces.
Luego, levantando los ojos de las cartas, con un tono de voz que le pareció extraño incluso a ella misma, subrayó:
–Hay algo que forma parte de ti en este pueblo.
–¿Parte de mí? ¿Cómo es posible?
Giusy, lentamente, dispuso las cartas que quedaban, cubiertas, delante de Francesca, le dijo que cogiese una y le avisó de que sería el tarot el que concluyese la lectura. Francesca, sin dudarlo, cogió la primera carta de la fila y la puso girada sobre la mesa. A Giusy se le iluminaron los ojos y con voz cargada de emoción explicó el contenido de la última carta:
–Aquí está tu corazón, es esto lo que debes reencontrar…
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